lunes, 10 de diciembre de 2012

Sin mirar atrás

Cuanto más corría esa persona insignificante, maltratada por la codicia, se iba dando cuenta de que eran pasos inseguros en un suelo firme.  Fue entonces cuando vio que el tiempo se había detenido y con él sus ganas de sobrevivir. Su destino estaba escrito y firmado, tenía la sentencia grabada a fuego en su mirada. Había nacido para morir, perseguido hasta la saciedad solo por ser diferente a los demás. Solo por ser un peón blanco en una partida donde las negras llevan ventaja. Sin comprender el odio mezquino y la repugnancia obsesiva hacia aquellos que eran como él, siguió deambulando por aquel terreno. Debatiendo qué había fallado en ese entorno. Experimentó desde dentro qué era ser tratado como un perro rabioso al que se le excluye por miedo. Miedo a que ataque y se expanda su enfermedad. Lo tenía todo, era un médico de prestigio, en sus tiempos de plenitud; querido por las personas que le rodeaban, casado con una mujer bellísima encerrada en una sociedad machista. Era padre de dos pequeños renacuajos que debían ser libres pero no pudo ser así. Mientras se acababa su tiempo, horrorizado por los rostros lívidos que contemplaba, retrocedió tres pasos. Y no fueron más, al chocar contra un muro, o así lo pensó él, se giró y no pudo siquiera emitir un gemido de dolor. Enmudeció, un silencio perturbador lo inundó todo. Eso era un muro, por supuesto, un muro formado por cadáveres como si de piezas de un puzzle se tratara. Cada uno de esos rostros desencajados por el paso de la muerte fueron quitándole pedacitos de su ser. Eran miles de cuerpos que lejos de asemejarse a personas se acercaban más a un montón de huesos recubierto en cuero. Esos cuerpos inmovilizados de por vida habían sentido en sus entrañas lo que era sufrir, el temor, la espera constante de una muerte asegurada; ni se habían percatado de que podían refugiarse en la esperanza. No hizo falta que ningún nazi le arrebatara la vida, tampoco fue necesaria una ducha mortífera. Solo fue necesario pestañear para que todo el dolor le invadiera. Ahí, en ese preciso instante entre la vida y la muerte, su corazón dejó de latir. Esos ojos castigados por las lágrimas se cerraron. Con las manos apretadas contra sus sienes, su cerebro dejó de soñar. Murió como nació, solo y sin recursos para luchar.
Solo eran personas, que amaban su vida, lucharon como cualquier niño africano por conseguir sobrevivir. Pelearon como cualquier madre sin saber dónde está su hijo. Lloraron conocedores del asesinato que se estaba produciendo. Y lejos de sentir rencor solo sentían impotencia por tener otro pensamiento. Demostraron ser personas puras con un coraje increíble y gracias a esos millones de judíos, el mundo es un poquito más justo. Se ganaron a pulso ese respeto, y esa justicia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario