miércoles, 14 de noviembre de 2012

Un martes 13

El escándalo fue en aumento, a cada agitación, con cada respiro el miedo se iba apoderando de mí. A este paso iba a ganar la batalla. Le cogí por el brazo ejerciendo una presión brutal,  más de la que debería haber empleado. Me aferre a él, y empezamos a subir esas escaleras que tantas veces habíamos pisado, habíamos dejado huella. Pero en esa ocasión me pareció todo un logro subir esos peldaños y seguir conteniendo el aire. Miré a ambos lados, me seguían dos personas más que estaban aún más intimidadas. En ese momento éramos presas.  La presión iba atenazando todos y cada uno de mis músculos. No podía darme el lujo de pestañear siquiera. En su mirada se veía una fugaz sombra de temor, rabia, tal vez vacío... No me sentí a salvo hasta que no le tuve en frente de mí, respirando de forma entrecortada, sus ojos profundos sin fin dentro de mi pequeñez. Por un mínimo momento me sentí bien, segura entre sus manos. Pero no me sentí completamente segura hasta que no le empujé al interior de mi humilde coche y a continuación me instale yo a trompicones.
Cuando te sucede algo así, no puedes evitar sentirte humillado ante las personas que te rodean, esas que no van a mover ficha en el tablero, al no ser que sea su tablero. Eres una pieza más de una jugada sin importancia.

martes, 13 de noviembre de 2012

La muerte.

La muerte te visita, te sobrepasa en una milésima de segundo. Y en ese espacio insignificante de tiempo se ha roto una cadena, una familia, una historia. Lo único que puedes hacer es llorar esa perdida, lamentarte por algo que no has hecho. Un hueco difícil de reponer, que sin embargo pasará a un segundo plano. Se clasifica en el fondo más apartado de la persona. Sólo nos queda liberarnos a través del llanto y el grito más desgarrador jamás pronunciado. Llega a tal punto el dolor que acabas relacionando muerte con flores, y es en ese instante cuando has perdido las ganas de vivir. Vives para morir.